Era agosto de 2020 y México acababa de superar lo que el Gobierno llamó el escenario más catastrófico: 60.000 muertos por covid-19. Era el tercer país del mundo, solo por detrás de Estados Unidos y Brasil, con más decesos por esta enfermedad nueva para la que no había vacuna. En el corazón de la lucha contra el virus estaban G. G., D. A. y V. A. Las tres científicas habían sido contratadas por el InDRE (Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos) como refuerzo para combatir la pandemia. A la carga extraordinaria de trabajo −las jornadas laborales duraban hasta 16 horas− se sumó el terror del comportamiento de su compañero Alejandro N. Las tres científicas denunciaron tocamientos y acoso sexual dentro del centro de trabajo: él acabó despedido, pero ellas también.
Las demandas están desde entonces en manos de la Fiscalía General de la República, aunque en estos dos años apenas se han registrado avances. Consultada por estas acusaciones, la Secretaría de Salud no ha querido responder a las preguntas de este periódico.
Los hospitales no llegaban a realizar los test suficientes para diagnosticar una enfermedad que acumulaba día a día cientos de muertos. G. G. tenía 35 años y estaba terminando su doctorado cuando la llamaron para atender la emergencia en el InDRE, el centro encargado de procesar las pruebas de covid. Entró el 5 de agosto junto a una treintena de compañeros más. Los dividieron en tres áreas: inactivación del virus, extracción de RNA o diagnóstico. Le tocó el primero.
Extensas jornadas laborales durante el Covid-19
Pronto se desveló el tipo de jornada maratoniana que iban a enfrentar las científicas. En su equipo entraban a las siete de la mañana y salían a las 11 de la noche. Disponían de 40 minutos para comer. No tenían pausas para ir al baño. Entre 12 compañeros podían llegar a procesar 1.200 muestras al día. Provenían de los hospitales de varias alcaldías de Ciudad de México y de sus reclusorios, además recibían el 10% de las pruebas que resultaban positivas en todo el país, para hacer un diagnóstico.
En su segundo día fue por hielo, desembaló muestras y se colocó en una campana de extracción. “Fue muy rápido cómo sucedieron las cosas”, dice. Dentro del laboratorio, Alejandro se acercó primero a otra compañera, le dijo algo al oído, la joven se puso rígida y salió corriendo de la sala. G. G. se quedó sola y le tocó a ella.
La científica relata que el hombre se le acercó por detrás, pegado, demasiado, y con su mano le agarró el pecho. Le preguntó con “voz muy sucia”: “¿Te gusta que te toquen?”. La investigadora respondió con miedo que no, que si podía dejar de hacerlo. “Por eso pregunto que luego se ofenden”, contestó él. “Todo el tiempo que me hablaba me estuvo tocando el seno. Me quedé en shock. No sabía qué hacer. Me congelé”, cuenta todavía abrumada.
Decidió no decir nada: “Tenía miedo de perder mi trabajo y que nadie me creyera”. Alejandro era el marido de la jefa técnica del laboratorio en ese momento, Natividad O. Las jornadas dentro seguían mientras se estiraba la pesadilla.
Nuevos compañeros de trabajo
A las dos semanas se incorporaron nuevos compañeros a la unidad, entre ellos V. A., de 31 años entonces. La científica estaba terminando un doctorado en Biomedicina y Biotecnología Molecular y había trabajado en otros hospitales en la extracción y amplificación de muestras. “No teníamos ni 30 minutos de estar trabajando juntos y ya me preguntó si yo tenía novio o amante. Se me hizo desagradable. Le dije que yo era felizmente casada desde hacía cinco años. Él me dijo que llevaba casado ‘16 años desgraciados’. Entonces no sabía que mi jefa era su esposa”, relata la científica.
En las semanas que siguieron V. A. recuerda roces y tocamientos incómodos que fueron empeorando hasta un día que él le agarró bruscamente el trasero. “Me volteé y le grité: ‘Fíjate lo que estás haciendo”, señala. Todas estas situaciones, cuenta, sucedieron dentro del área de trabajo y muchas delante de la jefa del equipo. “Después de eso me empezaron a tratar muy mal, me decían que no sabía trabajar, me ponían a cargar hieleras muy pesadas, a hacer los bancos de muestras que al ser todos positivos es más riesgo. Me tenían bloqueada. No nada más él, también ella, por eso asumo que ella también sabía”, apunta.
Aguantaron durante semanas la situación, en la que se mezclaba el acoso de Alejandro y el hostigamiento laboral. “Yo decía voy a seguir trabajando, voy a seguir por el país, por nacionalismo casi, de la pandemia que estábamos enfrentando, pero todo me causó mucha inseguridad. Cuando salí de ese lugar yo ya no valía nada”, dice V. A. Y no eran las únicas: “Él se ensañaba principalmente con otra compañera, que era la más chica, tenía 28 años y era muy delgadita. Siempre la elegía a ella”, recuerda G. G.
Patrón de acoso repetido
La situación explotó tras una comida cuando las tres investigadoras decidieron contar lo que estaban viviendo y exponerlo a otros compañeros. La bióloga llegó en mayo de 2020 al InDRE especializada en salud pública y enfermedades infecciosas.
“En junio, era jueves, me agaché a abrir mi locker, donde hacíamos cambio de zapatos para entrar en las áreas restringidas, y el fulano pasó detrás de mí, me tomó por la cintura y me restregó todo su ser”, narra. “Me quedé en shock, en mi cabeza era ‘¿neta lo hizo?’. Cuando reaccioné le dije: ‘Oye, ¿qué te pasa?, modérate’, y entonces él solo se volteó riéndose”.
La investigadora, que tenía entonces 39 años y una amplia trayectoria a sus espaldas, reconoce un patrón de conducta que trató de repetir en otra ocasión. Todavía enojada relata que decidió que ya era suficiente y fue a denunciarlo a la directora de Diagnóstico y Referencia del InDRE, la doctora Irma López.
Allí el 30 de septiembre las cuatro relataron de nuevo sus casos frente a varias responsables y la psicóloga del InDRE. Alejandro abandonó el InDRE escoltado por la Guardia Nacional, que vigila el centro federal.
Despedidas una a una de las científicas
La sorpresa llegó cuando fueron prescindiendo del trabajo de las científicas una tras otra. Primero les ocurrió a G. G. y a su otra compañera que también denunció el acoso —y que no ha contado su testimonio a este periódico—. El 30 de octubre renovaron los contratos de todos los colegas con los que entraron, menos el de ellas. Desde entonces, esta investigadora recibe tratamiento psicológico y psiquiátrico, ha afrontado depresión e intentos de suicidios.
V. A., que tenía un contrato por más tiempo, siguió sola en el área, ya sin Alejandro, pero sí con su esposa. “Fueron los meses más difíciles de mi vida”, relata y describe encargos de buscar cientos de muestras durante tres horas en cámaras frigoríficas a menos 20 grados o pipeteos tan largos que terminaba con las yemas de los dedos rajadas. Trató de hablar con otra directora, Lucía Hernández, sobre la situación, quien le dijo que debía forjar carácter. Rescindieron su contrato el 17 de marzo de 2021.
De las denunciantes, finalmente ya solo quedó D. A. dentro del InDRE. “Todo el tiempo buscaban meterme el pie. Natividad pidió apoyo al sindicato para sacarme, las directoras decían que yo era una comehombres, que yo era la conflictiva, que me vestían provocativamente ¡cuando íbamos con bata quirúrgica!”, relata, “traté de llevármela tranquila, pero empecé a tener crisis de ansiedad”.
El 20 de diciembre de 2020, G. G., V. A. y su otra compañera presentaron una denuncia por abuso sexual ante la FGR. También contactaron con el Órgano Interno de Control (OIC), el Insabi y el Inmujeres: ninguno se reconoció capaz de dar una respuesta. Dos años después, el InDRE ha rechazado una y otra vez aportar las evidencias solicititadas por la Fiscalía y la Policía de Investigación todavía no ha entrado en las instalaciones del instituto ni ha llamado a los testigos.
Reunidas en una tarde fría de octubre, las tres mujeres, que se acercaron tras lo sucedido, comparten su frustración ante la falta de avances. “Las tres tenemos días muy difíciles. Nos hicimos buenas amigas, pero ya no somos las que éramos”.